Pero si mi confianza en el Torero estaba blindada con todo un año ploteando en su copistería, desde el momento en que subimos al autobús notamos una atmósfera extraña.
El primer hecho que nos hizo dudar fue la ausencia de profesores. Con su habitual aire de escepticismo y su frívola sonrisa, Mario, en representación del profesorado, subió al autobús del Torero para comunicarnos que, por motivos extraoficiales, los tres profesores viajarían en coche, dejándonos a la deriva en dos peligrosos autobuses.
Mis compañeras de viaje, por su parte, pudieron ver como el segundo autobús, el que ellas pretendían coger, nos adelantaba a una velocidad trepidante mientras nuestro chófer trataba de arrancar el nuestro. El viaje a Mourão prometía ser una frenética carrera sin final muy claro.
Tobalo dormía en la parte de atrás, Roberto decía anormalidades mientras Coco, esto simplemente lo supongo, investigaba la forma de matarlo... todo transcurría según lo previsto, cual excursión de niñas del Colegio de la Saye se tratara, hasta que, rondando las diez y media de la mañana, nuestro chófer decidió, sin dar explicación alguna, hacer una pequeña parada para que saturáramos las colas del servicio de un pobre bar de carretera y, en mi caso, compráramos víveres para el viaje. Nunca me alegraré más que aquél día de haber comprado un bocadillo de chorizo.
Un cuarto de hora después de subir de nuevo en el autobús, todo ocurrió.
En tan sólo un instante, aún aturdidos por la hostil atmósfera extremeña que habíamos respirado minutos antes, vimos pasar delante de nuestros ojos la guadaña de la muerte, que por suerte para todos, sólo nos visitó de paso, a la vez que un coche de tamaño considerable, pilotado por un agricultor con serios problemas de vista, se cruzaba delante de nuestro autobús, que se dejó guiar por la inercia para arrastar al coche y su carro hacia el abismo.
En algún lugar entre Segura de León y Bodonal de la Sierra, el Torero se disponía a adelantar, por el carril izquierdo de una estrecha carretera, a aquél todoterreno blanco que arrastraba un pequeño carruaje verde lleno de sacos de pienso. Sin dar tiempo para la reacción, el conductor suicida viró su volante hacia la izquierda dibujando un ángulo que, muy a pesar de nuestro chófer, nunca llegó a ser de noventa grados, como pretendía el pobre hombre que contempló como un autobús albiverde golpeaba su vehículo hundiendo su puerta trasera y obligándolo a caer por la cuneta.
Anonadados, giramos todos la cabeza hacia la ventanilla donde vimos caer el 4x4 , en cuyo interior un anciano agricultor inclinaba su cabeza sobre el cuadro de mandos. Después de arrastrarlo diez o doce metros, el Torero frenó y nuestro chófer, que intentaba tranquilizarnos, se levantó de su asiento y comenzó a dar vueltas por el autobús sin saber muy bien qué hacer. Con esa estrategia, no consiguió tranquilizar a cincuenta estudiantes que estaban presenciando aquella macabra imagen; lo que sí nos tranquilizó fue ver que el hombre comenzaba a moverse desde dentro de su coche accidentado. Cuando el chófer se percató, cambió radicalmente su estrategia:
"¿Sois todos testigos? - nos preguntó, mientras respondíamos afirmativamente como un firme ejército con el único propósito de que abriera de una vez la puerta del autobús - ¿declararíais que la culpa ha sido suya? ¿Sí? Bien, bueno, que no panda el cúnico. Voy a bajar, quedáos todos quietos."
Por supuesto, y como era de preveer, todos bajamos tras él, sobretodo porque comprendíamos que en su estado - estába peor que el hombre del coche -, no podía pensar con fluidez y necesitaría ayuda. Al bajar, pudimos ver cómo el carruaje se había empotrado contra la delantera de nuestro autobús, perdiéndo dos de sus ruedas y permitiendo que el coche al que iba enganchado no cayera completamente por la cuneta. Probablemente ese hecho fue el que salvó la vida de su conductor.
En pocos minutos, de las huertas comenzaron a salir campesinos, pueblerinos extremeños que querían contemplar la novedad del mes. Estudiantes, campesinos y familiares del accidentado comenzaron a saturar aquella carretera maldita.
Por suerte, pronto llegó la Guardia Civil, y digo por suerte, ya que sin su presencia, probablemente el hijo del agricultor herido hubiera intentado matar - destripar, según sus palabras textuales - a nuestro chófer, a juzgar por el estado en que llegó al lugar de los hechos.
Después de mucha palabrería entre chófer, Guardia Civil y conductor entumecido, se le adjudicó a éste último la culpabilidad del altercado y sus hijos lo llevaron a Segura de León, hacia donde se dirigía ya una ambulancia. Los hechos parecían ya aclarados cuando uno de los guardias nos dijo, sin pensar la conmoción que estaba a punto de generar, que nuestro apreciado autobús "el Torero" no podía continuar su trayecto, y que tendríamos que estar por un tiempo todavía indeterminado en la cuneta hasta que terminaran de esclarecer los hechos y pudieran enviarnos al autobús de rescate...
El primer hecho que nos hizo dudar fue la ausencia de profesores. Con su habitual aire de escepticismo y su frívola sonrisa, Mario, en representación del profesorado, subió al autobús del Torero para comunicarnos que, por motivos extraoficiales, los tres profesores viajarían en coche, dejándonos a la deriva en dos peligrosos autobuses.
Mis compañeras de viaje, por su parte, pudieron ver como el segundo autobús, el que ellas pretendían coger, nos adelantaba a una velocidad trepidante mientras nuestro chófer trataba de arrancar el nuestro. El viaje a Mourão prometía ser una frenética carrera sin final muy claro.
Tobalo dormía en la parte de atrás, Roberto decía anormalidades mientras Coco, esto simplemente lo supongo, investigaba la forma de matarlo... todo transcurría según lo previsto, cual excursión de niñas del Colegio de la Saye se tratara, hasta que, rondando las diez y media de la mañana, nuestro chófer decidió, sin dar explicación alguna, hacer una pequeña parada para que saturáramos las colas del servicio de un pobre bar de carretera y, en mi caso, compráramos víveres para el viaje. Nunca me alegraré más que aquél día de haber comprado un bocadillo de chorizo.
Un cuarto de hora después de subir de nuevo en el autobús, todo ocurrió.
En tan sólo un instante, aún aturdidos por la hostil atmósfera extremeña que habíamos respirado minutos antes, vimos pasar delante de nuestros ojos la guadaña de la muerte, que por suerte para todos, sólo nos visitó de paso, a la vez que un coche de tamaño considerable, pilotado por un agricultor con serios problemas de vista, se cruzaba delante de nuestro autobús, que se dejó guiar por la inercia para arrastar al coche y su carro hacia el abismo.
En algún lugar entre Segura de León y Bodonal de la Sierra, el Torero se disponía a adelantar, por el carril izquierdo de una estrecha carretera, a aquél todoterreno blanco que arrastraba un pequeño carruaje verde lleno de sacos de pienso. Sin dar tiempo para la reacción, el conductor suicida viró su volante hacia la izquierda dibujando un ángulo que, muy a pesar de nuestro chófer, nunca llegó a ser de noventa grados, como pretendía el pobre hombre que contempló como un autobús albiverde golpeaba su vehículo hundiendo su puerta trasera y obligándolo a caer por la cuneta.
Anonadados, giramos todos la cabeza hacia la ventanilla donde vimos caer el 4x4 , en cuyo interior un anciano agricultor inclinaba su cabeza sobre el cuadro de mandos. Después de arrastrarlo diez o doce metros, el Torero frenó y nuestro chófer, que intentaba tranquilizarnos, se levantó de su asiento y comenzó a dar vueltas por el autobús sin saber muy bien qué hacer. Con esa estrategia, no consiguió tranquilizar a cincuenta estudiantes que estaban presenciando aquella macabra imagen; lo que sí nos tranquilizó fue ver que el hombre comenzaba a moverse desde dentro de su coche accidentado. Cuando el chófer se percató, cambió radicalmente su estrategia:
"¿Sois todos testigos? - nos preguntó, mientras respondíamos afirmativamente como un firme ejército con el único propósito de que abriera de una vez la puerta del autobús - ¿declararíais que la culpa ha sido suya? ¿Sí? Bien, bueno, que no panda el cúnico. Voy a bajar, quedáos todos quietos."
Por supuesto, y como era de preveer, todos bajamos tras él, sobretodo porque comprendíamos que en su estado - estába peor que el hombre del coche -, no podía pensar con fluidez y necesitaría ayuda. Al bajar, pudimos ver cómo el carruaje se había empotrado contra la delantera de nuestro autobús, perdiéndo dos de sus ruedas y permitiendo que el coche al que iba enganchado no cayera completamente por la cuneta. Probablemente ese hecho fue el que salvó la vida de su conductor.
En pocos minutos, de las huertas comenzaron a salir campesinos, pueblerinos extremeños que querían contemplar la novedad del mes. Estudiantes, campesinos y familiares del accidentado comenzaron a saturar aquella carretera maldita.
Por suerte, pronto llegó la Guardia Civil, y digo por suerte, ya que sin su presencia, probablemente el hijo del agricultor herido hubiera intentado matar - destripar, según sus palabras textuales - a nuestro chófer, a juzgar por el estado en que llegó al lugar de los hechos.
Después de mucha palabrería entre chófer, Guardia Civil y conductor entumecido, se le adjudicó a éste último la culpabilidad del altercado y sus hijos lo llevaron a Segura de León, hacia donde se dirigía ya una ambulancia. Los hechos parecían ya aclarados cuando uno de los guardias nos dijo, sin pensar la conmoción que estaba a punto de generar, que nuestro apreciado autobús "el Torero" no podía continuar su trayecto, y que tendríamos que estar por un tiempo todavía indeterminado en la cuneta hasta que terminaran de esclarecer los hechos y pudieran enviarnos al autobús de rescate...
No te pierdas el final de la trilogía... sobrevivir en la cuneta.