El niño lloraba y lloraba, y nadie sabía por qué. Como por sorpresa, se dieron cuenta de que le asustaba la oscuridad. ¿Cómo podía ser, si había vivido siempre a oscuras? Uno de los hombres, entristecido por sus llantos, le regaló una bombilla. El niño no sabía lo que era, nunca había visto nada semejante. Podía ver todo aquello que él quisiera iluminar, y dejar penumbra a sus espaldas.
Aquel día el niño dejó de llorar. Lo que más le gustaba al niño era, sin duda, jugar a hacer sombras. Quizá porque sentía que así se vengaba de la oscuridad de su mundo hasta entonces, cuando ponía su bombilla entre su rostro y sus manos, y veía como en la tierra se representaban las más monstruosas y divertidas figuras, hechas de la sombra de sus manos tras la bombilla, no podía parar de reír. Apenas hablaba con los otros niños, ni siquiera sabía qué hacían, su bombilla y sus sombras eran todo para él...
Sucedió que una noche, mientras caminaba por un sendero mirando a su bombilla, ésta pareció apagarse. Como una cerilla consumiéndose, la bombilla dejó de ser más luminosa que su alrededor. Pero el niño sabía que no se había apagado. Lo comprendió al levantar la cabeza. Su luz, la que tantas sonrisas le había dado, con la que tan divertidas sombras había creado, había sido devorada por la potentísima luz de una estrella. Su bombilla ya no proyectaba sombras, porque todo lo empapaba ahora la potente luz. Al contemplarla, el niño se quedó anonadado, aplastado por la certeza de que era la estrella más hermosa que jamás había visto, convencido de que no había otra en la bóveda celeste que le cubría.
Al principio no supo qué hacer, se sentía triste por su bombilla y, tras darse cuenta de lo insignificante que era su luz comparada con la de la estrella, el niño arrancó a llorar. Pasado un rato, decidió volver a la cueva. Pero al bajar la cabeza y darse la vuelta para desandar sus propios pasos, sucedió algo increíble... Con la luz de la estrella detrás suyo, el niño pudo ver su inmensa sombra delante de él, sobre la tierra del camino por el que había venido. No era ninguna de esas pequeñas sombras difusas a las que solía dar forma con las manos, no... Esta vez, con esta luz, podía crear las sombras que quisiera, utilizar todo su cuerpo, inventar figuras que ningún otro niño podría siquiera haber imaginado. El niño se volvió de nuevo. Es una estrella genial, dijo, y su sonrisa apareció de nuevo en su rostro, más grande de lo que había sido nunca, más luminosa que cualquier bombilla.
A partir de entonces, iluminado con esa potente luz, el niño se dio cuenta de muchas cosas. Los niños que vivían cerca de su cueva, con los que apenas había hablado nunca, todos tenían una bombilla. Pasaban el día jugando con sus bombillas, haciendo pequeñas sombras, como hacía él, pensó. El niño se dio cuenta, de que antes de conocer a esa genial estrella, él era uno más de esos niños, perdidos en mitad de la gente, cada cual con su bombilla. Se acercó a ellos. Pero comprendió que los niños, cada cual con su bombilla y sus pequeñas sombras, eran felices, todos sonreían. Y entendió también que, si sólo él podía ver a la estrella, no sería justo contárselo a los demás, pues podían sentirse muy tristes con el desengaño de saber que sus bombillas apenas alumbran. Por eso decidió no hacerlo. En lugar de eso, fue a buscar su antigua bombilla, para que cada vez que estuviera con otros niños, lo vieran jugar con ella (aunque él no la viera brillar, porque lo cubría la inmensa luz, sabía que la bombilla aún funcionaba a ojos de los demás niños), para parecer, al fin y al cabo, un niño más. Pero la verdad, su inmensa verdad, sólo la sabían él, y su genial estrella.
De repente, una mañana, sin saber por qué, la estrella desapareció. El niño no la vio al despertar. Su estrella había desaparecido y el niño se quedó a oscuras. Lloró durante varios días, y las personas que lo vieron, para consolarlo, le regalaron bombillas. Tenía un montón de bombillas, pero seguía llorando. Antes, no hace tanto tiempo, con una sola bombilla el niño era feliz; pero ahora, después de haber visto esa gran luz, ninguna bombilla era nada para él. Ninguna parecía iluminar, ninguna proyectaba la misma sombra.
El niño solo podía pensar en aquella estrella, y la odió por desaparecer. Y lo que es peor, a partir de ese momento, odió a todas las bombillas, por no saber iluminar tanto como su genial estrella.
Cuenta una leyenda que, de los millones de estrellas que había en cielo, cada uno de los niños, aunque no lo dijera, veía brillar a una como una estrella genial, y mientras creían no ser vistos, cada niño le hablaba a su estrella, y se ponía debajo para hacer divertidas figuras con su sombra. Pero delante de otros niños, cada uno disimulaba, jugaba con su bombilla, y creía ser el único que tenía una estrella que ver.
2 comentarios:
Ninguna estrella desaparece de un dia para otro rafa!!Estoy casi segura de que la estrella dejo de iluminar xk esta vez fueron los ojos del niño los que empezaron a brillar. Pero un cuento es un cuento, esto es solo una opinion. Un besito!!
Gracias Nuria, como bien dices esto es sólo un cuento, esperemos en el nuestro las estrellas, no desaparezcan así. Un beso compañera.
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