A Max no le convencían las palabras de su amiga. De ser ciertas, ¿por qué pintaron también la puerta de su panadería? ¿Formaba su padre parte de los organizadores del juego? Eso explicaría su silencio cuando le preguntó por aquellos señores con banderas rojas, blancas y negras. No, su padre no podía formar parte del juego, él odiaba los juegos. Quizá las estrellas amarillas eran sólo adornos para las próximas fiestas. Pero podían haberlas pintando en todas las casas – pensó –, o podrían haberlas pintado de colores más variopintos. Pero esos señores entendían poco de arte, eso había quedado claro.
Salif había visto también aquellos símbolos. En su pueblo eran azules, y no estaban mal pintados. Los trazos eran perfectos, y el estampado sobre el blanco impoluto de las banderas los hacía resaltar aún más. Seis puntas perfectamente ejecutadas, todas por igual. La estrella de David, le había dicho su hermano mayor, aunque él no conocía a ningún David, ni en el colegio, ni en todo el campamento.
Lo poco que sabía de aquella estrella, es que no debía acercarse demasiado. En cierto modo, también le parecía un juego. A decir verdad, pasaron muchas tardes calurosas jugando a esconderse junto a las plantas de basura al otro lado del campamento, justo donde el pueblo empezaba a construirse con ladrillos, justo donde las banderas estrelladas solían estar más presentes.
Entre Max y Salif había algunas diferencias. El segundo no cumpliría los diez años hasta bien entrado 2012. Además, era más moreno y no conocía a ningún niño rubio, de los que abundaban en el colegio de Max. Pero también se parecían en algunas cosas. Ambos perdieron a su padre. Al de Salif se lo llevaron los judíos. Al de Max, por ser judío. Los que se llevaron al padre de Salif llevaban aquel símbolo azul en sus chaquetas. Al padre de Max le pintaron el mismo símbolo en la puerta de su panadería, en color amarillo y con trazos menos rectos. A los dos les encantaba jugar. Para los dos, aquella estrella significó el final del juego.
A veces, en los descansos que le robaba a su abrumadora felicidad, aún sentía nostalgia de aquello que nunca tuvo. Se preguntaba los efectos que tendrían en él las drogas que nunca se atrevió a probar, y quiso saber si habrían podido parar esta vorágine de sentimientos que ahora hacían expulsar violentos borbotones desde su corazón, que hoy latía tan fuerte como aquella triste noche en la que tuvo que crecer de golpe.
Temía que los tormentos no le dieran descanso ni siquiera después de haberse liberado del yugo que aún le sujetaba a su vida de papeles, relojes, ordenadores y prisas.
Dudaba sobre la vida que tendría si, aquel día, ella le hubiera dicho que cruzara el portal. O si mucho después, él le hubiera pedido que dejara todo para huír. Quizás si ella hubiera levantado la cabeza de su sano vaso de refresco...
Pero ahora ya no tenía prisa. Estaba probando la más tentadora de todas las drogas en las que pensó. La más efectiva.
Aunque sabía que tendría irremediables efectos secundarios, no se arrepintió mientras la probaba, mientras disfrutaba cada gramo de pecado, cada sorbo de inmoralidad, cada chute de valentía.
Comprendió que, al final, se trataba simplemente de morir o de matar.
Pero él nunca quiso elegir.
Por eso decidió quedarse con todo. Morir y matar.
Y con una última carcajada, hundió el cuchillo en su pecho.