23 de julio de 2009

Río Mersey



Agua. Mucha agua. Agua casi estancada en un caudaloso río al borde de su muerte, la inevitable desembocadura de su vida.

En su andanza, este agua vio correr muchas otras vidas, paralelas a la suya. Con frenesí al principio, emanando de una fría e inexperta montaña llena de impulsivos salientes rocosos que podían saltar en cualquier momento hacia la aventura desorbitante de la vida; en su madurez, tranquilo, llevando de un lado a otro los sedimentos de experiencias que el tiempo le otorga; y casi muerto, pero consciente aún, totalmente sosegado en el momento en el que fui a sentarme junto a él.

El mar, la misma muerte que lo espera donde lo salado se hace dulce mientras divisa el horizonte, ansía hacerse con el conocimiento que el viejo río transporta, desde el frío lugar de su nacimiento hasta la misma ciudad desde donde yo lo observo. Y a la par que lo observo, él se lleva mi historia para entregársela al mar. Porque nunca estuvo saciado de conocimiento. Porque jamás fue tan viejo como para dejar escapar la historia de un viajero. Porque ante la muerte, sacó el valor necesario para seguir aprendiendo.




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